Iba a irme a casa, es decir, me he
despedido y estaba bajando una callecita como atajo al metro, cuando oh no. Hoy no puedo gastar más. Voy a entrar a sufrir. La indecisión se me pasa rápido. Estoy
en la última planta, donde el bullicio de la primera ha bajado su volumen,
donde no hay sección infantil, ni productos de Mr. Wonderful, ni notebooks. La que creo última
habitación de la casa, en planta creo que casi es cuadrada. Hay baldas de un
ancho como una mano, donde están expuestas revistas alternativas, y en el
centro, una mesa de madera antigua con seis sillas que la rodean. En dos de sus
esquinas y mirando hacia la mesa, hay dos clásicos sillones de vieja piel
marrón y grandes brazos. Yo estoy prácticamente tumbada en uno de ellos. En la
otra esquina otro jinete. Una señora de unos 60
años muy bien llevados, calza unas botas muy rotas, con un agujero en cada una,
y una pinza muy grande rosa en el pelo. Está leyendo "Ensayo sobre la
imbecilidad" dejando escapar las frases por su boca, lo cual no me
molesta, incluso me parece apropiado, me relaja.
Digo que me parece apropiado
porque estamos en la casa de las señoras y señores palabras. Ellas y ellos
están en su cómodo estante compartiendo su larga y eterna vida con otras y otros que también vivirán eternamente. Es la casa de las palabras,
no el museo; la casa. No están expuestas, si no que entras a visitarlas, las
escuchas, y si sabes escucharlas y te gusta lo que cuentan, porque ellas no
te escuchan a ti, os vais juntos a casa. (NOTA: las que considero
mejores son aquellas que ambientan la atmósfera con luz un poco más baja de la
intensidad normal, de techos altos y estanterías repletas y un poco
desordenadas. Dicho desorden de alguna manera me ordena. ¿Cómo lo hacen? La
FNAC o El Corte Inglés serían para mí, el peor caso de ellas). Ellas también
hablan, se presentan unas a otras, se conocen, te enseñan a hacer una tarta de
manzana, también ríen, lloran desconsoladamente en sus camas que son las páginas, discuten sobre la historia que fue, se cuentan secretos o presumen
de hazañas heroicas aludiendo a algún emperador de alguna tierra en algún
tiempo. Y todas estas miles de conversaciones se entremezclan en su casa. Pero
todo ello ocurre en un susurro, en un susurro como de abeja bebé, casi
imperceptible para algunos humanos, otros muy sensibles a ello. Es encantador
entrar por su puerta y escucharlas a todas que te reciben de manera dulce y acogedora, y aunque no tengas un duro, tú entras, porque te relaja pasear por sus pasillos y percibirlas y entenderlas, porque desde ellas nunca se escucha el jaleo de la capital. Es por eso que me parece de mala educación y un insulto irrumpir en su espacio con tales formas. Hablando como hablamos ahí fuera, hablando más alto que ellas, riendo a carcajadas y llamando al amigo que está en otro pasillo. Por favor, prométeme que a partir de ahora hablarás bajito en
cualquiera de ellas. No importa si alcanza dimensiones de centro comercial o no
supera los 30 metros cuadrados, o si visitas una aquí o en cualquier otro país.
Porque esa es otra, este fenómeno del silencio ocurre en cualquier casa de
palabras del mundo. Hay sitios que sin duda inducen al hombre al sigilo y la calma. Es
mágico.
La señora de las botas rotas se ha ido, y
el sillón lo ha ocupado una mujer que lee a Eduardo Galeano. Yo voy a ponerme
con Cortázar, un capítulo y me voy a casa.
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