Caminaba como extinguiendo sus propios pasos, ahogándolos, dándoles menos fuerza aunque con el mismo ritmo con el que siempre andaba por casa. Entre el suave murmullo de Cortázar aún danzando en su cabeza, algunas velas repartidas por la casa apagada, y el silencio de las nueve de la noche que había días allí; sentía amargamente que ella no quería oírse a sí misma, ni ser oída. Abrir el grifo, echarse agua en la cara, secarse las manos, apagar la luz, andar por el pasillo, colocar los cojines, volver a coger el libro. Cada gesto callado era una reverencia al silencio, sinfonía para la vente que tal día necesitaba escuchar. Lo que sentía por dentro lo respiraba fuera. Sólo quería que nadie le rompiera ese silencio.

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