Han pasado 6 horas desde que en el autobús de vuelta a casa, he visto a los dos bebés más bonitos de mi vida. Ha sido de una casualidad preciosa que ambos subieran al autobús en la misma parada, como si sus madres les hubiesen recogido de una guardería especial para angelitos caídos del cielo.

La primera era una niña. Cuando el autobús frenaba hasta llegar a la parada me fijé en ella. Creo que muchos de los que estábamos en el lado derecho lo hicimos. Era rubia con unos ojos azules enooormes y vestía de azul claro con una pinza rosa minúscula que le sujetaba los primeros pelitos. Llevaba en cada mano una flor blanca. Su madre la llevaba en brazos y en cada brazo la niña llevaba una mano que llevaba una flor. Como si fueran grandes jarrones de cristal y la calidez de sus deditos lo que las mantuviese con vida. Como si las estuviera salvando, o protegiendo. Y me he enamorado. He parado la música, me he quitado los cascos y no he apartado la mirada hasta que su madre se ha sentado al lado mía, además. Como si yo misma la hubiera llevado hasta mí. La niña no soltaba las flores y miraba todo con asombro como si con su sola presencia proclamase: "¡Estáis en el mundo adultos! ¡Lleváis años viviendo en el mundo y las flores son un tesoro! Nacen de un granito similar diferentes, multitudes de especies, colores y formas, en la tierra, y se abren paso hacia la luz del sol gracias al agua que beben sus raíces. ¡Qué máquina tan sencilla y tan maravillosa! ¿Lo véis? ¿Hace cuánto que no os sentáis en el suelo y jugáis con la arena? ¿Dejaré de asombrarme como vosotros cuando crezca?" Las sujeta fuerte. Ni las ha tirado al suelo, ni se las ha dado a su madre como hacen los bebés y los niños con los juguetes. Quizás por eso mismo, porque no eran juguetes, y la niña instintivamente lo sabía. Aunque ahora que lo pienso, no sé cual de las tres existencias sostenía a cual. ¿Salvó la niña la vida de las dos flores o eran las dos flores las que sostenían a la niña al borde de la fragilidad? No gemía, no se quejaba, no lloraba; sólo miraba y alumbraba.

El segundo bebé que ha entrado en el autobús era un niño de pequeños rizos pelirrojos que vestía de blanco, y tenía una piel tan blanquita, unas mofletes tan hinchados y unos labios tan rojos que parecía que lo había traído una cigüeña del taller de Bernini. Era un bebé con una belleza pura y fina. Los que hayáis leído El Perfume recordaréis la atracción que sentía Grenouille por la chica que asesina para obtener su olor. Lo mío hacia esos bebés era algo parecido, eran magnéticos. Y lo creáis o no, la madre se ha sentado frente a mí, también. A pesar de que ambas se han sentado junto a la otra, las dos mujeres no se conocían. Lo he supuesto porque no se han saludado, ni han dirigido palabra.

La siguiente parada era la mía. Habrán sido de 40 segundos a un minuto lo que he estado sentada con ellos, lo suficiente para asombrarme con el mudo existir de estas dos criaturitas. Hay que aclarar que ambos bebés han entrado al autobús en brazos de. No han entrado en cochecito, ni en una cunita de esas que se balancea, ni en un portabebés. Han aparecido en brazos. Sin trastos, ni bolsas, ni teléfonos móviles, ni barras de pan. La madre y su bebé. Como algo valioso, sagrado y bendito.

Para aquellos que estábais montados en ese autobús y habéis sabido verlo, que les habéis mirado con los ojos del corazón, felicidades. Probablemente haya sido la verdad más natural y valiosa que escucharemos en algún tiempo



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